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Jul 18 2012

Jesús Monsalve

Jesús Monsalve:        

  Estaría interesado en participar en esta fantástica idea que
habéis tenido. Enhorabuena por la iniciativa. Os envío este relato.

MAÑANA

Caras cuidadosamente afeitadas. Silencio de música de pisadas cadenciosas.

Aromas de geles y de pasillos recién fregados. Luces fluorescentes de zumbido monótono.

Un hombre con un portafolios negro brillante avanza con lentitud

hacia los tornos del metro. Siente un codo que se le clava en el estómago.

Delante de él, un viejo calvo de abrigo gris y bufanda de cuadros olvidados

camina con obligada parsimonia. Saca de una carterita un billete de metro.

El hombre del portafolios también extrae el suyo de un compartimiento de

su billetero, justo al lado de las tarjetas bancarias. El viejo tiene dos grandes

manchas marrones en la calva, como dos ojos implorantes dibujados en un

globo abollado. La fila se frena. Un murmullo trepa como agua hirviendo.

Alguien grita. Alguien varea su paraguas en alto. Alguien se cree enloquecer.

Los guardias de seguridad salen de su cabina. Se escucha por fin el giro del

torno que cae como una hoja de guillotina. La ola deforme continua. El billete

de metro resbala de la mano del viejo. El hombre del portafolios se percata de

ello. El viejo hurga en la ranura del torno. Busca en su carterita, explora sus

bolsillos. La fila vuelve a frenarse. El viejo casi es ensartado en el tenedor de

las barras de acero. Retrocede, se tambalea. Los guardias alzan la cabeza.

El viejo rebota como una bola de pin-ball. El hombre del portafolios lo esquiva

gracias a un ágil saltito. Inserta su billete y las barras ceden con amorosa

gratitud. Los guardias agarran al viejo de la bufanda. Gritan, zarandean, clavan

sus índices en el pecho del viejo. Sigue inquiriendo sus bolsillos, mira hacia

el suelo con pavor. La sonrisa de los guardias amanece torva. El hombre del

portafolios avanza por el pasillo, hacia el fondo oscuro. Se gira. El viejo huele el

aliento a naranja agria de los guardias. El hombre del portafolios se detiene. En

la empresa aguardan sus conclusiones. Los guardias sacan la porra. El viejo gatea.

El hombre volverá, cruzará el torno de salida. Los guardias le mirarán de

arriba abajo, inquisitorialmente. El hombre dirá que vio cómo se caía el billete.

El viejo seguirá en cuclillas buscando de manera afanosa. El hombre se

agachará, esquivará con dificultad el caminar unánime de los otros hombres

con portafolios. Los largos abrigos de los que cruzan le encortinarán

intermitentemente el rostro. No encontrará nada. Un sudor frío le dominará

cuando descubra la cantidad de papeles que se adhieren a los zapatos

lustrosos de betún. Los guardas agarrarán al viejo de la solapa del abrigo gris.

El hombre, con lúcido disimulo, sacará de su cartera, justo al lado del

compartimiento de las tarjetas bancarias, su propio billete. Esperen, gritará, y la

ola se detendrá. El torno dejará de abatirse con chasquidos secos de guillotina.

Las manos férreas como garfios de los guardias relajarán la presión sobre el

abrigo del viejo. Lo he encontrado, estaba en el suelo, exclamará con júbilo

exaltado. Los guardas cogerán el billete, lo examinarán, se lo pasarán de uno a

otro, lo inspeccionarán con paciencia y precisión de relojeros. Le devolverán

con evidente desagrado el billete al viejo. Una lágrima gateará a través de la

cara yerma del viejo. Introducirá el billete en el torno y conseguirá cruzar. El

grifo se abrirá. El torno volverá a dejarse caer. Los guardas rodearán al hombre

y le acusarán que le habían visto salir del pasillo, que dónde está su billete.

Gritarán, zarandearán, clavarán sus índices en el pecho del hombre. Sacarán

las porras. El hombre olerá el aliento a naranja agria de los guardias.

Golpearán, sangrará. Los guardas se alejarán. El Hombre, tendido en el suelo,

se levantará y verá al viejo avanzar hacia el pasillo. El Hombre pensará que es

el día más feliz de su vida.